Dicen que los poemas son seres vivos que andan, corren vuelan y van
trashumantes por el mundo. Tienen vida propia y algún día brotaron del alma, de
la boca, de las manos y emprendieron su viaje. Si tienen vida propia los poemas
se enriquecen, se cansan, duermen y rezan a los vientos para que su viaje sea
propicio. Los poemas suelen rozar a esa
tierra, a esa patria llamada la infancia
que para unos es el único bastión, el valladar y la catedral de la propia vida.
Tan es así que, aún después del hongo termonuclear sobre Hiroshima y su demente
repetición en Nagasaki, sólo sobrevivió en el horizonte humeante la aguja de
una catedral de la infancia humana.
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