Cuando las razones salen por la ventana y la palabra fracasa, la humanidad -que somos todos- llega a escenas como éstas. Primera escena. En la guerra de trincheras durante la primera guerra mundial de 1914-1918 los enfrentamientos de dos ejércitos se dieron a menudo en combates cuerpo a cuerpo, con bayoneta calada, mirándose a los ojos. He aquí la mirada recordatorio de un sobreviviente: solo un soldado –llamado por nosotros enemigo- pudo escalar el promontorio de nuestra trinchera y en ese instante se ensartó en mi bayoneta. Un aullido terrible, indescriptible me perforó los oídos mientras un borbotón de sangre emanó de su boca y sus ojos se quedaron petrificados mirándome. Fue al atardecer de mi primer día en combate. Ese día cumplí 19 años de edad y desde entonces sentí que dejé de ser humano. Segunda escena. En la playa Omaha el 6 de Junio de 1944 esperábamos el desembarco de los aliados y esa mañana llegó. Nuestra guerra, pese a las frases de los de arriba estaba perdida. Formé parte de un grupo de refuerzo, sangre nueva, carne de cañón en la lucha desesperada y final. En un abrir y cerrar de ojos tuve ante mí a la primera oleada de americanos e ingleses. Todo se redujo a tener en ese fino punto de la mira de mi fusil el centro de la cabeza de otro muchacho como yo y por primera vez en mi vida sentí cómo se deslizó mi dedo en el gatillo tibio. Todo fue un clic y desde entonces jamás he podido olvidar sus ojos, su mirada, su incipiente barba, el temblor espasmódico de su barbilla, el último suspiro. Yo lo maté y algo murió dentro de mí para siempre.
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