De los inventos humanos algunos me despiertan nostalgia mezclada con lástima y compasión. Me refiero a los periódicos y a las cartas. Los periódicos según las circunstancias fueron esperados con ansia y los voceadores o canillitas madrugaban para llevar las noticias a los cuatro puntos cardinales. Saciada la tempranera sed de ingerir las ocho columnas y acercándose el medio día comenzaba la decrepitud del periódico. Para el anochecer el periódico yace envuelto o desparramado como algo incómodo. Al día siguiente se le ve con desdén y al decir de mi querido Saramago sólo sirve para envolver pescado. Con las cartas sucede algo similar. Son imaginadas, escritas prolijamente –ahorrando espacio- y después de su viaje marítimo, aéreo o terrestre llegan a su destinatario .Pasada la emoción o la ansiedad, el buen o mal rato provocado por la portadora comienza el viaje al mundo del silencio y de la oscuridad. Las cartas quedan en cajones, en armarios o baúles, sueltas o atadas, encarpetadas o anilladas y ahí duermen, se tornan amarillas, y viven en un limbo donde ellas saben que nadie se acuerda de su existencia. Pasa, tarde o temprano son presa del aire, de la tierra, del fuego o del agua, de la desmemoria y sólo algunas, muy pocas, se llevan al corazón y se atesoran. Sea como fuere, doy gracias a los periódicos, gracias a las cartas quienes en su efímera vida cumplieron con su destino mercurial entre nosotros.
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