miércoles, 8 de diciembre de 2010

Mostrar

Julio le escribió a su querida amiga María y le mostró con palabras lo siguiente: “Quisiera poder mostrarte, por ejemplo, un atardecer en el Pont du Carroussel. Venía del Louvre con una amiga, y nos paramos a mirar Notre-Dame, lejana, entre una bruma azul.Entonces, en menos de un minuto, ocurrió el milagro, la locura absoluta. Los faroles de gas se encendieron de golpe, y la piedra de los pretiles, yo no sé por qué mezcla de aire y luz, se puso intensamente rosa. Nosotros la mirábamos mudos. Entonces vimos que la proa de la Cité y las torres lejanas habían pasado instantáneamente a un violeta profundo, ya la vez el río estaba verde, un verde lleno de oro. Yo cerré los ojos, desesperado al comprender que eso no podía durar, que esa cosa veneciana iba a degradar instantáneamente a perderse…pero duró, dos o tres minutos, el tiempo de ver subir las primeras estrellas. Nos fuimos de allí sin poder hablar, demasiado felices para decir que lo éramos”. Me asombra ese detenerse en medio de un puente suspendido sobre la nada para contemplar. Me asombra que uno llegue al lugar adecuado en el momento preciso y a eso le llamamos milagro. Los milagros nos dejan mudos. Unos de los milagros que se derraman sobre el mundo es el rosicler vespertino que suaviza a las tristezas, dolores y nostalgias humanas. Hay una cierta y precisa desesperanza al constatar que todo, comenzando por lo más hermoso es breve, fugaz, transitorio.Estamos ante la impermanencia búdica que en su brevedad nos devela el gozo de lo sublime. Lo sublime no necesita de palabras sino de silencio compartido en una silenciosa complicidad para toda la vida.

-Maria Jonquiéres de Buenos Aires 

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